Carolina Valls

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Carolina Valls. Modos de imaginar y construir formas en el espacio.

Hace algunos años que vengo siguiendo la emergencia y la solidez de la obra pictórica de Carolina Valls Juan (Valencia, 1980), así como los numerosos galardones que hasta el momento ha merecido, algunos de ellos de relevante nivel. La verdad es que, desde la finalización de sus estudios en la Facultad de Bellas Artes de San Carlos (UPV) y con su estancia en la Academia Albertina de Turín, su evidente atracción hacia el mundo de las formas geométricas y su particular desenvolvimiento constructivo, en un espacio imaginario, han ido consolidándose claramente.
Era este un ámbito que ciertamente --desde los constructivismos de las primeras vanguardias-- nunca ha dejado de conquistar adeptos, manteniéndose vivo y “guadianizando” a través de la historia, de manera intermitente, para sobresalir de nuevo, con no menos fuerza y persistencia, en plurales contextos, quizás por su propia vitalidad, capacidad de transformación y riqueza de manifestaciones.
De hecho, bajo los paraguas de la abstracción geométrica o del arte normativo, por ejemplo, esos diálogos entre la geometría y el cálculo, entre las formas puras, ubicadas en el espacio, y el equilibrio estructural resultante han seducido tanto a las concepciones científicas como a la imaginación poética. Por ello, se han granjeado, por igual, no solo el interés de ciertas opciones minimalistas, sino también las preferencias de determinados formalismos espacialistas, asegurándose, además --como hemos podido sobradamente constatar, en determinadas franjas intergeneracionales, a lo largo de décadas-- la proliferación de numerosos programas constructivos, de amplios repertorios formales y puntuales gradaciones lumínicas y cromáticas, materializados, históricamente, en sus plurales y numerosos desarrollos posteriores.
Los mimbres comunes a este conjunto de “poéticas” artísticas –siempre de base geométrica y esforzados cálculos matemáticos-- han pasado, necesariamente, además, por el máximo rigor en su realización, por una minuciosidad exhaustiva, en sus diseños y estudios previos, por una destacada atención a los juegos perceptivos y a las complejas relaciones y tránsitos visuales entre lo bidimensional y lo tridimensional, propiciando, por lo común, un cuidado desarrollo y extensión de propuestas plásticas, materializadas en series.
Bien es cierto que, de manera cíclica, debemos reconocer la existencia de una innegable capacidad de metamorfosis –con sus cambios y variaciones-- en esta tipología de trabajos, aunque no siempre aportando diferencias relevantes, sino más bien consolidando “escuelas” y opciones precedentes, como con frecuencia ha sucedido en el contexto valenciano, en el que no nos han faltado, a decir verdad, aportes históricos consagrados, en esta vertiente estética.
Quizás por todo lo dicho, el descubrimiento de la refinada obra de Carolina Valls, con sus características propias y, sobre todo, con su sostenida investigación, en este campo concreto de actuación, me ha demostrado que no se trataba de una mera coincidencia insular, en su joven itinerario. Más bien he constatado, una sólida irrupción, con su tarea, en nuestro panorama valenciano, reivindicando para sí el mérito de un hacer bien diferenciado y de un programa muy estudiado, en su sobriedad y elegancia, digno, por tanto, de tenerse en cuenta.
No en vano, he de confesar que mi sorpresa personal pronto se vio ratificada, formando parte de diferentes jurados, en distintas convocatorias de premios, al poder contrastar profesionalmente pareceres, comentarios y análisis, con otros miembros. Coincidiendo así en el hallazgo de una “poética” –la suya-- en la cual, valor e innovación podían darse la mano, de una forma consciente, pautada y experimental, asegurando esfuerzos, reflexiones y ensayos, frente a la amplia interacción creativa entre el espacio, las formas y el movimiento estabilizado de sus composiciones. En realidad, ha sabido dar pasos con decisión y descubrir significativos y potentes instantes reglados, de una sintaxis emblemática, lograda a partir de esas mismas estructuras geométricas, desplazándose siempre sobre un vacío de fondo (blanco o negro), que cobija el conjunto de una escenografía, construida con técnicas mixtas (pintura acrílica y aerógrafo) y, posteriormente, también con recursos propios de la impresión digital, atreviéndose a incorporar materiales sólidos (telas metálicas, aluminio y metacrilatos). Imaginar, pues, y construir. Analizar, describir y representar.
Diríase --o al menos, a mí, me ha parecido siempre así-- que esas propuestas / ensayos pictóricos, de Carolina Valls, han logrado consolidar –superando los límites de lo bidimensional-- una franca y prometedora vocación escultórica y/o arquitectónica. Tiempo, pues, al tiempo…
En realidad, ha conseguido diseñar mundos, que le son ya sumamente propios y distintivos. Y hablando precisamente del tiempo, como categoría estética, no puedo dejar tampoco de insistir en el hecho de que, justamente, en las variaciones que aportan sus obras, cuando generan series, es la temporalidad la que dialoga directamente con el espacio. De ahí el movimiento virtual de las figuras geométricas, que se desplazan, envueltas en geometrías circundantes –de una obra a otra-- siempre en torno al eje ineludible, convertido en contraste visual, gracias a la estudiada nota de color, nunca aleatoria, que juega hábilmente a provocar el rompimiento y la sorpresa perceptivos del espectador.
Nada es, pues, simple ni tampoco meramente inocente, en las obras de Carolina Valls, por mucho que, a primera vista, así nos lo parezcan. De hecho, el atractivo inicial, que propicia nuestra experiencia de espectadores, se va transformando y enriqueciendo, luego, en el descubrimiento pautado de toda una cascada de detalles, contrastes y enlaces, donde abiertamente la geometría --tanto la que se nos manifiesta de forma directa, como la que se nos oculta, tras cada andamiaje escenográfico-- exige siempre sus derechos y lleva al máximo sus efectos y resultados.
Tampoco es inocente la presencia de sus descriptivos títulos, junto a sus obras, toda vez que funcionan como iniciales claves o barandillas de interpretación. Al fin y al cabo, ya nos decía de manera sugerente Umberto Eco --que nos acaba de dejar, justamente cuando redacto estas líneas-- que las obras de arte, del tipo que fueren, siempre deben abordarse, con la debida cautela, como máquinas de interpretar el mundo, que es lo que son. Sea, pues, tenida en cuenta, esta cita indirecta suya, que he traído a colación, como explícito homenaje de afecto y admiración a su memoria.
Máquinas de interpretar el mundo y estrategias útiles para reconstruirlo, decíamos, y, si es posible, también para transformarlo. Un mundo, sin duda, enigmático y elegante, el de Carolina Valls, que se nos va descubriendo como por entregas, paso a paso, a lo largo de su trayectoria artística. Y no sería sincero, si no añadiese a estas reflexiones, por mi parte, la extraña sensación que vivo, tan a menudo, frente a sus obras, de que en ellas / tras ellas se oculta siempre una secreta pugna, entre la necesidad y el azar. Es decir, una especie de sistemática tensión pero también diálogo, entre la techné de los griegos, que subrayaba el viejo Aristóteles, como base de toda realización artística y la tiqué, entendida como azar o fortuna, que el filósofo peripatético consideraba como lo más distante de la propia acción artística, pero que otros pensadores helenísticos posteriores supieron, contrariamente, ratificar en todas sus posibilidades. Algo que estoy tentado en reivindicar, yo mismo, ahora.
Una techné, como potencialidad y rigor artístico, que se hace claramente manifiesta en los trabajos de Carolina Valls, pero también una tiqué, una secreta presencia del azar, que determina cada concreto estado del movimiento virtual de las formas en cada una de sus obras. Un azar que precisamente dejará de serlo, para incorporarse como principio constructivo, en el momento mismo en que es asumido –si lo es, por la acción artística implicada-- como estado prometedor de intervención plástica.
 Tal es la virtualidad del quehacer artístico, que puede jugar, dialogar o asumir los posibles intercambios, establecidos entre la norma inflexible del cálculo y la espontaneidad inmediata de la intuición, capaz de decidir estéticamente el grado y el momento de intervención reglada, que la obra exige en el proceso de su ejecución. El azar --una vez asumido-- queda, pues, reglado en su incorporación a la obra, obedeciendo al dictado último del artista, pero que no dudará, a menudo, en confesar, si viene al caso, que es la obra misma la que exige sus derechos, la que decide su propio camino autónomamente, la que fija sus metas y da su propio “placet”, en cuanto determinante último de su cumplimiento. Sobre todo --digámoslo explícitamente-- en aquellas obras, como las de Carolina Valls, donde la “poética” definida a priori, como clave de su lenguaje, marca el programa, tanto de sus hallazgos como de sus logros, entre el juego, el cálculo, la combinatoria y la geometría.
Ahora bien, el verdadero reto que adivino en el futuro itinerario de Carolina Valls –y por el que sinceramente apuesto--, quizás consista en esa permanente obligación, que se ha autoimpuesto, de seguir abriendo nuevos caminos, necesariamente, a la construcción de esas enigmáticas máquinas pictóricas, tan suyas. Máquinas de imaginar, interpretar y construir mundos.
Valencia, febrero 2016.

Román de la Calle


- Universitat de València -



Arquitecturas cinéticas.

“Pero hay que pensar en que el hombre es desmesurado, megalómano, que ha querido alzar objetos gigantescos-llámense torre de Babel o cohetes espaciales-debió haberse conformado con el tablero de ajedrez para saciar su sed, su nostalgia de infinito. Debió conformarse con hacer la guerra allí, en un espacio limitado pero al mismo tiempo capaz de alojar el infinito. ¿Cuál es el infinito? Las infinitas complicaciones que crean entre sí las piezas de ajedrez”.

Juan José Arreola


Los procesos que reconstruyen una imagen al ser observada son muy diversos. La inevitable óptica, aquellas vías de significación que frecuenta la semiótica, la configuración del espacio. En esta ocasión es la última la elegida como lugar de trabajo y tránsito. Tránsito de formas precisas pero también de sensaciones, puesto que en la obra de Carolina Valls el espacio acoge estructuras que levitan, son empujadas, chocan y finalmente caen, con el sordo estrépito de su geometría. La unión de lo analítico y lo emocional es el eje que ambiciona recorrer esta exposición, invitando al observador a emplear sus paneles como campo de investigación de los sentidos. Así como los ejercicios con poliedros del excéntrico Charles Howard Hilton tenían como propósito intuir la cuarta dimensión, en este caso se trata de acceder a estados de ánimo a través de un movimiento recreado en la mente. Se ha dicho que los elementos de la geometría abstracta que aprendemos ingenuamente nada tienen que ver con la realidad. El punto, que a efectos prácticos no existe, la línea, que es una sucesión infinita de puntos y el volumen, que es la suma de un número de planos también infinito. El vértigo de este infinito quiere ser conjurado aquí evocando la fisicidad del volumen y sus interpretaciones. Lo que se propone es en esencia un juego, con todo lo que este tiene siempre de ejercicio y representación. También de búsqueda- Los juegos, sobre todo aquellos más instintivos, encierran alegorías de la propia condición y simulan un hecho a veces atroz. Como los ociosos cachorros de lobo, como el ajedrez y sus escaramuzas. Ayudan a establecer nuestros límites, a conocernos en un contexto que imita a otro, a veces con una perfección que no solo prefigura la realidad, sino que la supera. Sugiere Cortázar que todo juego es un proceso que parte de una descolocación para llegar a una colocación, un emplazamiento –try, gol, jaque mate-. El emplazamiento en la obra de Carolina Valls es la propia comprensión de sus estructuras para hacer emerger las dinámicas de una cambiante cinética que da título al conjunto. Con este fin se nos ofrece un espacio donde circular, experimentar. Simular, a la vez que ser objetos del simulacro de sus arquitecturas, esculpidas con una síntesis de técnica e intuición que las sitúa delante de nosotros, tras la frágil conjunción de líneas y planos. Esa es la frontera que es necesario franquear para acceder al terreno común que se nos propone. El movimiento es quizá la forma más inmediata de percibir el espacio, con el desplazamiento de los cuerpos que lo habitan. Por ello aquí el espacio es un escenario que, como el ajedrez, observa cambios en sus volumetrías, cubriendo escaques y dejando otros al descubierto. Para adentrarnos en el movimiento debemos primero comprender su mecánica, que actúa como puerta de acceso a la obra. Este movimiento es construcción mental, lo que no lo hace necesariamente falaz. De hecho podría argumentarse que si se conserva como construcción propia e individual su realidad alojada en nosotros es menos discutible que todo lo tangible que hay fuera. Antes que a la experiencia estética la obra de Carolina Valls invita a la construcción especulativa, a adentrarse en la estética de lo matemático. Quizá también en lo matemático de la estética. A destapar la emoción oculta tras el sentido que encierran sus estructuras. Así, las tablas se antojan origen de fuerzas secretas contenidas por sus telas metálicas, como una serie de complejas posibilidades que se ponen en marcha a través de la participación. Finalmente es importante señalar que uno de los elementos centrales que contiene la energía de la composición es un halo, naranja o grisáceo, siempre presente en las obras y que ejerce de activador de la obra, además de servir de intermediario que nos sitúa espacialmente, su alma cromática. El punto 7 del Tractatus mantiene que sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio. Podríamos agregar a este adusto aforismo que una de las múltiples formas del silencio es el color.

Marcelo Jaume